Un largo trago al bote de medio litro de cerveza, una calada al cigarrillo que consumió casi la mitad del mismo y un escupitajo eran las pautas que seguía el colectivo. Una lata se acaba, se arruga con las manos para que no ruede y se tira debajo de uno de los coches que saturaban el aparcamiento. Uno se separa del grupo y alivia la vejiga entre dos coches. No toda la orina está en el suelo, pues los vaqueros están ahora más oscuros en algunas zonas cercanas a la cremallera que antes, manchas que pretende eliminar sacudiéndolas con las manos. Un coche ha aparcado en doble fila. El chófer le dice que se lo cuide que está allí –señala a la pizzería- y que le avise si molesta. “Vale jefe, vale”. Sellan el pacto con un apretón de manos y fumando un cigarrillo cada uno. Debió ser el cigarrillo más salado de su vida. Un coche de policía sin luces azules aparece. Pero tal como llega se va. El grupo, que se había disuelto como por ensalmo, se reúne de nuevo. Falta uno.
Van tambaleándose, borrachos hasta las trancas. Discuten. Gritan. Se empujan. Alguno no ha respetado las zonas. Llega el que faltaba con dos litronas. Para no beber todos de la botella, cortan un bote por la mitad y se van pasando “el vaso”, que, una vez acabada su función, se une al resto de latas bajo los coches. Las botellas reciben otro tratamiento y las van tirando en los alcorques, aunque no todas llegan enteras a su destino.
Un motor se pone en marcha. Cruzan la carretera zigzagueando metiéndose entre los coches que circulan, para llegar los primeros al hueco que acaban de dejar libre y decirle al próximo “cliente” cómo tiene que aparcar.
“Deja a los críos” –oigo a mi espalda-. No acierto a entender la respuesta disculpándose, pero el padre insiste: “Vale, pero déjalos en paz, no les digas nada porque no te conocen y se asustan”. Vale jefe, vale. Y se va tambaleándose a unirse a otro que salía de entre los coches, ya saben de qué. Otro cigarrillo, otro escupitajo y otra lata.
Una chica le ha echado valor y se va sin “colaborar” económicamente, -todos los que llegaron antes lo hicieron-, y le cae la del pulpo a grito limpio. Por el tono no le deseaba buenas noches.
Más cerveza, más tabaco, más carreras entre los coches, obligando a frenar a algunos de ellos. La noche avanza. Los gritos, empujones entre ellos y el estado de embriaguez colectivo, también.
¿Cuándo podremos aparcar sin que se te meta una persona en el hueco y te diga cómo hacerlo? ¿Por qué siguen día a día en sus puestos? Consumir alcohol en la vía pública, orinar en la calle, tirar latas y botellas al suelo, cruzar la calle borracho fuera de los pasos de peatones, presionar o intimidar a los que aparcan para que les den dinero, ¿no son infracciones a las ordenanzas municipales como para dejar que el espectáculo se repita a diario? Por lo visto no es suficiente. Estarán esperando que ocurra algo grave para mover ficha. Entretanto el tiempo pasa entre alusiones a Murcia Río, Alfonso X y el andamio de Navidad de la Redonda. Tiene que haber de todo.
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