Cuando te planteas escribir sobre inmigración ilegal, tienes que asumir varios riesgos de salida: el primero, que tu comentario no vea la luz, y si la ve, por muy neutral que hayas sido, planeará sobre tu cabeza la palabra «racista», esa especie de muletilla, de palabra comodín, como el “vale” que tanto irritaba a Cela, usada frecuentemente por quien no aporta alternativas, pero de esta manera acaba con el debate y se siente vencedor.
Y es que este asunto destapa varias vergüenzas y es mejor reducirlo a comentarios o comportamientos de grupos de despistados que no se han fijado en la línea de salida de las finales de atletismo, la llegada de los maratones, los campeones de los pesos pesados de boxeo o la resistencia bajo los plásticos de un invernadero, para darse cuenta que eso de que la raza blanca sea superior a las demás es cosa del pasado. No se rechaza al inmigrante por su raza sino por la forma de llegar, por las bravas, que te pilla sin medios materiales ni humanos para acogerlos, generando una preocupación justificada a los de aquí, incluidos los extranjeros.
El problema no es esto que quieren hacernos creer. El drama es pensar qué políticas hacen los ministerios de Exteriores, Interior, Defensa y Seguridad Social, entre otros. ¿Se trabaja en los países de origen? ¿Sí? Pues vaya gestión. ¿No? ¿A qué esperan?, ¿Están censados y localizados los que llegan, como está cualquier español? ¿No? ¿Y qué vas a rastrear luego?, ¿Son seguras nuestras fronteras que no ven a treinta pateras “invadiendo” (permítanme el término) la costa sin que nadie las detecte?, ¿Y si en la patera en vez de ir 20 personas van 20 kilos de explosivo?, ¿Y si las mafias se “especializan” en embarcar a personas con covid positivo como una nueva forma de terrorismo?, ¿Ayuda publicar en prensa y televisión que los inmigrantes serán ubicados en hoteles de tres estrellas o zonas residenciales, para hacerle la publicidad gratis a las mafias?
Y todos con la lección bien aprendida: “decid que sois de cualquier país en guerra” como hizo mi amigo de Burkina Faso que se “nacionalizó” maliense cuando llegó a Tenerife y que formó parte de uno de los veinte grupos de diez personas que fueron repartidos por la península, masificando aún más los barrios ya de por sí deprimidos, sin ninguna perspectiva buena de futuro. Luego se extrañan de que aquí sea mayor el número de contagios.
El drama es tener un Gobierno ciego e inoperante (ellos se autodenominan “solidario”) que los reparte por el país como el que da cartas en la baraja, los deja a su suerte y mira para otro lado, mientras gasta sus energías en temas pasados del pasado y otras sandeces.
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