La conversación, a la que asistí como mero espectador, iba abordando diferentes temas hasta que se detuvo un buen rato en qué parte de las procesiones de Semana Santa obedece a temas religiosos y qué otra parte le toca a la tradición. Los había que defendían un 50-50, otros iban más allá y defendían un 30-70. Me llamó la atención un comentario que intentaré reproducir con la mayor fidelidad posible y que les comento. Toma como punto de partida la procesión pero resalta otros valores que tal vez escapen a nuestra sensibilidad. “No suelo ver las procesiones, prefiero escaparme o tomarme unas vacaciones de ciudad y dejar espacio y protagonismo a estos eventos tan trascendentales para nuestra cultura que respeto. Pero este Jueves Santo vi la procesión. En la Plaza de la Cruz. A los pies de la Torre de la Catedral, junto a los soportales. Un enclave ideal. Al principio era un pasacalle, nada de silencio. Los presentes seguían hablando (otros gritando), bebiendo, comiendo, riendo, etc. y las pantallas y flashes de sus móviles hacían de este entorno barroco una discoteca. Pero conforme avanzaba la procesión, la gente se iba callando, se cansaban de hacer fotos, terminaban el bocadillo y tiraban el papel de aluminio al suelo. Entonces, poco a poco, los nazarenos fueron ganando terreno y se hacían con el ambiente. El silencio se hizo en la plaza, abarrotada. Las farolas estaban apagadas, la iluminación de la Catedral también. Y los farolillos y la campana de los nazarenos podían destacar y marcaban un ritmo tranquilo, relajante, algo muy sutil antes imposible de percibir. Con “la discoteca” apagada, la Torre, sin iluminar, parecía un gigante amigo. Impresionante, se confundía con la noche cerrada. La luna llena iluminaba muros y arcos de piedra. Algo empezaba a ser mágico. Anulados casi por completo los sentidos de la vista y el oído, nos llegó el olor a azahar de los naranjos de la plaza, que siempre había estado allí… Una experiencia cargada de emociones. Gracias a la procesión pudimos disfrutar un rato de la ciudad en compañía de otras personas, en silencio, sin la sobreiluminación de calles y monumentos a la que nos tienen acostumbrados. Posiblemente vivimos esa noche la Murcia que vivían nuestros abuelos: silenciosa, poco iluminada, romántica, relajante…”
Y yo me pregunto: ¿por qué no recuperar estas sutilezas de tradición barroca, rebajando el ruido y atenuando la iluminación, que agudiza otros sentidos, en vez de abarrotar hasta las calles más estrechas con vehículos a motor, terrazas, bares, todos los días hasta altas horas y encender la ciudad como una antorcha a base de farolas, focos, leds de colorines, etc., que nos convierten en zombis de discoteca cateta? “Alejarnos de la violencia que la ciudad genera”, como dijo un prestigioso arquitecto hace unos días.
Los que tienen el poder para que esto se consiga deberían plantearse el reducir ruido e iluminación para que la ciudad recuperase su verdadero encanto pensando o teniendo como meta la magia de la noche descrita. Algo así como la Hora del Planeta. Pero en serio, de verdad.
Este comentario se publicó en el diario La Verdad, de Murcia el 27-4-18.
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