El pasado 24 de junio, la ministra de Sanidad anunciaba, mostrando una amplia sonrisa, la apuesta personal del presidente Sánchez de eliminar la obligatoriedad de llevar la mascarilla. Tan amplia e incomprensible que pensé si, mientras lo decía, tenía delante a José Mota haciendo de las suyas o le pasaban vídeos de Chiquito de la Calzada. Después matizaba que sólo sería en exteriores, lo del metro y medio, no en los interiores, los aforos, etc. Pero el personal joven se ha quedado con la primera parte de la copla y han lanzado al aire la mascarilla y ya no hay quién los controle.
Epidemiólogos y virólogos de reconocido prestigio internacional volvían a poner el grito en el cielo porque lo veían prematuro una vez más. Ni caso.
Nadie había pedido levantar la obligación, pero había prisa porque, días antes, el presidente Macron le había pisado el récord a don Pedro y más valía ser segundo que nada y había que dar algo de carnaza al personal para no hablar de los indultos.
Pero los contagios no entienden de ocurrencias ni de récords ni medallas y hemos pasado de una incidencia de 92 casos a una de más de 270 y en la franja de edad de los que lanzaron la mascarilla al aire pasa de los 2.000 en algunas comunidades. En Francia están en 45, Italia 17, Alemania 10. Alguien debe estar haciendo las cosas mal.
Para sonrisa, la de los miles de sanitarios que están hasta el gorro de tanto tonto y tanto inútil, incapaces de aprender de una ola para otra, lentos en cerrar puertas al virus y rápidos en abrírselas, porque hay que salvar esto o aquello. La vida, que cada uno se salve la suya.
La gente no vendrá, tampoco nos admitirán si no llevamos el certificado Covid o pasamos una cuarentena. Y en casa no faltarán los botellones, conciertos masivos, las protestas contra o a favor de esta o aquella ley, sin mascarilla, pero con una sonrisa. Como Mona Lisa.
Este comentario fue publicado en el diario La Verdad, de Murcia, el 13-7-21.
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